En la madrugada del 19 de julio pasado, la musicología argentina perdió a una de sus más respetadas y entrañables personalidades: Yolanda Velo, quien falleció en Buenos Aires a los 76 años. Una de los miembros fundadores de la Asociación Argentina de Musicología, la presidió en dos oportunidades, en los períodos 2003-04 y 2005-06.

Yolanda era egresada de la carrera de Musicología y Crítica de la Universidad Católica Argentina, donde fue alumna del legendario Carlos Vega. Bajo su dirección, participó en 1965 junto a Eleonora Alberti, Nerea Valdez y Nilda Vineis del que sería el último viaje de campo del célebre musicólogo, fallecido pocos meses después. Asistió además, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a las clases de Folklore del también legendario Augusto Raúl Cortazar, cuyas enseñanzas atesoraba y que le oí referir muchas veces.

En los comienzos de su carrera profesional, Yolanda llevó a cabo varios trabajos de documentación de campo; entre ellos se destacan una serie de viajes al Valle de Santa María, en las provincias de Tucumán, Salta y Catamarca, realizados entre 1970 y 1973 con una beca del Fondo Nacional de las Artes. A pesar de este comienzo etnomusicológico, bajo el impulso de su maestra Raquel Arias pronto su interés se tornó hacia la organología, área de la disciplina que ocuparía la casi totalidad de su vida académica y en la cual hizo sus contribuciones más importantes tanto como investigadora cuanto docente. Se especializó en los instrumentos musicales vernáculos argentinos, con especial interés en la problemática que presentan los instrumentos arqueológicos.

Yolanda tenía un alto nivel de autocrítica, hecho que nos ha privado de conocer muchas de sus ideas y trabajos originales que sólo presentó en congresos, no sólo de musicología sino también de arqueología, historia del arte, museología y conservación. Pero el ciclo de la investigación, sabemos, comprende mucho más que publicaciones. También consiste en la documentación, tarea poco glamorosa pero fundamental para sostener cualquier aventura hermenéutica, y en la devolución a la comunidad, con cuyos impuestos, al fin y al cabo, se pagan los sueldos de los investigadores. Y en estas dos áreas Yolanda indudablemente descolló.

Fue la primera musicóloga argentina en ocupar la dirección de un museo en nuestro país: el Museo de Instrumentos Musicales Dr Emilio Azzarini de la Universidad de La Plata, institución con la cual estuvo vinculada desde 1977 y cuyo rico acervo contribuyó a organizar y difundir. Se destacó asimismo como curadora de numerosas exposiciones y muestras relacionadas con los instrumentos musicales. Además de la docena de exposiciones que organizó en el Museo Azzarini, tuvo a su cargo la curaduría de las secciones referentes a su especialidad en exposiciones y muestras en el Museo Etnográfico, la Biblioteca Nacional y el Instituto Nacional de Musicología, entre otras destacadas instituciones. Los catálogos de las exposiciones del Museo Azzarini, de cuya coordinación fue responsable, eran una de las pocas fuentes de información en castellano sobre el tema con las que se contaba en nuestro medio en la década del 80.

Yolanda fue miembro de la carrera del Personal de Apoyo del CONICET, donde alcanzó el grado de Profesional Principal; una parte significativa de su trabajo en este contexto se desarrolló en el Museo de Instrumentos Musicales del Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”.

Igualmente nutrido fue su trabajo como documentalista en el área organológica. En el contexto de un proyecto colaborativo apoyado por la OEA, documentó los instrumentos musicales vernáculos existentes en dieciséis museos de todo el país. Su afán por esta tarea la llevó a realizar además relevamientos por iniciativa personal en al menos seis colecciones tanto públicas como privadas.

Proyectó, implementó y coordinó un proyecto musical educativo pionero, La música va a la escuela, impulsado por Ariel Ramírez desde el Centro de Divulgación Musical de la Ciudad de Buenos Aires, iniciativa que contribuyó al conocimiento y diseminación de las culturas musicales regionales de nuestro país en las escuelas públicas de la ciudad.

Pero, sin duda, para varias generaciones de musicólogos y etnomusicólogos argentinos Yolanda será recordada fundamentalmente por su labor docente. Ocupó la cátedra de Organología en prácticamente todas las instituciones de nivel terciario y universitario de Buenos Aires (tanto la ciudad como la Provincia) donde se dictaba la asignatura: las universidades Católica Argentina, del Salvador, Nacional de La Plata, el Conservatorio “Manuel de Falla” de la Ciudad de Buenos Aires y los provinciales “Julián Aguirre” de Banfield, “Alberto Ginastera” de Morón, y “Juan José Castro”, de La Lucila. En este último, hace ya 38 años, tuve la dicha y el honor de ser su alumna.

Todavía me acuerdo de la primera vez que la vi, cruzando el patio del viejo conservatorio de La Lucila. Recuerdo que me impactó su belleza: el cutis terso, la mirada luminosa, el pelo largo, prematuramente gris. El Conservatorio era entonces como una gran familia donde todo el mundo se conocía, por lo que me llamó la atención esa bella desconocida. Si se me permite la trivialidad, recuerdo que pensé entonces (tenía apenas 20 años) que cuando me llegaran las canas querría ser así, y que no me teñiría el pelo.

Foto: Jorge Pítari

Pocos minutos más tarde entré al aula y descubrí que la desconocida era nuestra nueva profesora de Organología. Sus clases eran distintas de todo lo que habíamos tenido hasta entonces. En una época en que la enseñanza consistía sobre todo en transmitir información, Yolanda se distinguía por estimular el pensamiento crítico en sus alumnos. Dudo que se hubiera definido a sí misma como ontóloga, sin embargo, deliberando sobre los límites de la identidad de un objeto sonoro, nos estimulaba a pensar qué es lo que hace que una cosa sea lo que es y no otra cosa. Hoy, cuando ya no recuerdo cuántas cuerdas tiene la kora ni cuantos orificios de obturación tenía el flageolet, siento todavía la influencia de aquellas preguntas ontológicas. Nos instiló también su amor por el orden y la organización, y nos enseñó a no gastar memoria en información que podía guardarse en un fichero.

En 1987 recibí una beca de investigación de la Fundación Antorchas para completar mi trabajo de grado en musicología. Yolanda fue mi directora durante un año. Quizás el concepto más revelador entonces y que más influencia tuvo en mi desarrollo profesional posterior fue su insistencia en buscar la especificidad musicológica. Todavía me acuerdo el día en que me preguntó, con mirada engañosamente inocente, “¿qué hay en este trabajo que no pudiera haberlo hecho un instrumentista o un historiador?” Una vez más: ¿qué es lo que hace que esto sea lo que es y no otra cosa? Hace pocos días, a más de treinta años y diez mil kilómetros de distancia, me encontré haciéndole esta misma pregunta a una alumna de doctorado, con las mismas devastadoras e iluminantes consecuencias. Gracias, maestra.

En un tiempo donde en la Argentina el acceso a los materiales de estudio era difícil y esforzado, Yolanda se distinguía además por su generosidad. Compartía con alumnos y colegas sus libros, fotocopias, índices, y otras herramientas de investigación. Más aún, promovió activamente la lectura de textos clave de la disciplina en otros idiomas organizando un operativo mayúsculo de traducciones al castellano, del cual muchos participamos. No es sorprendente que en los días que siguieron a su partida florecieran en los medios sociales tributos a su memoria en los cuales amigos, colegas y exalumnos recordaron su generosidad, su amabilidad y su sabiduría de vida.

Además de la musicología, Yolanda tenía muchos otros intereses, entre ellos las manualidades y la cocina. Había en ella un cierto preciosismo con el que mejoraba todo, desde los cuadernos de apuntes que engalanaba con su caligrafía elegante, las fundas para instrumentos que diseñaba y cosía, hasta la humilde rodaja de zanahoria que convertía mágicamente en una flor. Era profesora, colega y amiga, a menudo todo al mismo tiempo. En las cartas que intercambiamos cuando yo estudiaba en Australia, hacia fines de la década del 90, pasábamos sin solución de continuidad de las disquisiciones organológicas sobre las guitarras del Museo Histórico Nacional a las recetas de cocina. Recuerdo también conversaciones memorables sobre los desafíos de ser mujer en la academia y cómo mantener el difícil equilibrio entre los roles de esposa y profesional. Extraño esas charlas.

Yolanda, maestra querida, este es un texto que hubiera querido no tener que escribir nunca. Tu presencia y tu recuerdo inolvidable me acompañan siempre, en los ficheros que hice hace ya casi cuarenta años en tus materias y que vinieron conmigo en la mudanza transcontinental; en mi pelo que, hoy ya gris, sigue sin teñir; y en mi trabajo de musicóloga, en el que todavía sigo tratando de desentrañar qué es lo que hace que algo sea lo que es y no otra cosa.

Melanie Plesch

Profesora Asociada de Musicología

Vice-Decana de Asuntos Académicos

Facultad de Bellas Artes y Música

Universidad de Melbourne

Foto de portada y final: Jorge Pítari.

Escaneo del cuaderno: imagen cortesía de Jorge Pítari.

12 comentarios

  1. Recién me entero que falleció Yolanda Velo, leyendo esta reseña…cuánto lo lamento. Una gran profesional, indudablemente su trabajo ha dejado una huella indeleble en el campo de la musicología.

  2. Agradecido por tan bella reseña y evocación, inspira, proyecta y nos expande hacia aquel territorio onírico que inefablemente un día nos conjugará en el más allá (léase en el ‘Anaj Pacha’, discusiones bellas que teníamos con ella). Gracias Melanie, hago mías tus palabras finales..!

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